viernes, 12 de agosto de 2011

Olmeco en el Soho

Olmeco es un artista mexicano, nacido en el corazón de la Selva Lacandona y heredero de una tradición política vinculada a la insurrección popular del EZLN y, simultáneamente, del legado de sus ancestros indígenas, quienes se unieron a la regional Chiapas del FLN desde sus primeras actividades en 1969 y, décadas después, al sendero libertario trazado junto a Marcos.

Fue en ese ambiente de resistencia que Olmeco se hizo adolescente, fue allí donde se involucró en la guerrilla y donde, tiempo después, señaló la importancia del giro hacia la lucha política en el seno de una sociedad democrática tras el desgaste generado por la larga, aunque episódica, confrontación armada. A este respecto, Olmeco afirmaba que "a veces, el hacer algo no conduce a nada" y que, por el contrario, cierta forma de la pasividad constituía la evidencia de una "diferente estructura temporal de América Latina" basada en una "política del ensayo" a la que podía encontrársele beneficio. Así pues, mezclando su acervo cultural y los muchos contactos obtenidos tras el intercambio de saberes y experiencias con un amplio espectro de visitantes a La Pesadilla, su campamento guerrillero, Olmeco supo aprovechar esta condición para darle forma a una idea que lo obsesionaba:

"¿Qué ocurriría si yo, un indígena de Chiapas, me insertara en la capital del país, entre mis congéneres desempleados y privados por el capitalismo de toda posibilidad de un vivir digno? ¿Qué pasaría si yo, uno más de esos que esperan en la calle con sus cartelitos de jardineros, albañiles y plomeros, ofreciera durante el día mis servicios como 'turista'?"

Con la ayuda de un par de artistas chilangos que habían visitado tiempo atrás el campamento, Olmeco puso en práctica su idea: llegó al DF, deambuló y, al encontrar a un grupo de indios desempleados, al ver sus cartelitos, se puso entre ellos y se declaró "turista".

Los amigos tomaron una foto a Olmeco parado allí en medio de esa multitud en paro y, cuando Olmeco conoció a Cuauhtémoc, por aquel entonces un curador emergente en la naciente escena artística de la Colonia Condesa, decidió mostrarle la foto.

Así comenzó su carrera, que pronto dio frutos en las más prestigiosas huertas del mundo del arte. Ser indígena, guerrillero y artista conceptual, por una vez en la vida, constituía un escenario muy favorable, un modo de discriminación positiva que catapultó a este curioso ejemplar de la hibridación cultural directo al circuito internacional.

Olmeco comenzó entonces a realizar acciones que registraba en video. Se trataba de gestos sencillos en los que confluían "el tiempo, el espacio y el movimiento". El chiapaneco empujó un gran cubo de hielo por las calles del floreciente Soho en Nueva York; caminó con una pistola cargada que acababa de comprar en la tienda de armas de un chino en Bowery, cerca del New Museum, hasta ser detenido por un agente de la policía. Al día siguiente rehizo la acción, con la colaboración del NYPD, para señalar las sutiles diferencias entre las cosas y su representación, justo como "esas cartillas para aprender a leer en las que sale un oso y abajo se deletrea O-S-O"; viajó a un lejano pueblito en los Apeninos donde contrató a una banda de músicos locales para que ensayaran una pieza mientras un pequeño Fiat Topolino intentaba remontar una dura cuesta. Cuando los músicos se equivocaban en la ejecución de la melodía, el pequeño carro se apagaba, retrocediendo al punto de inicio una y otra vez.

Olmeco caminó, dejando tras de sí una línea de pintura en el asfalto de distintas calles del mundo en las que tenían lugar luchas separatistas; diseñó pequeños carritos magnéticos que arrastraba por las calles de Tokyo, de Amsterdam o de Bruselas, para que a ellos se adhirieran los residuos metálicos del capitalismo: tapitas de gaseosa y de cerveza, tachuelas y tuercas sueltas; Olmeco recordó un viejo ritual de su pueblo y se dedicó en una y muchas ocasiones, a perseguir tornados, como una profunda metáfora del "deseo humano fundamental de perseguir lo inalcanzable".

El éxito de Olmeco fue algo que no cabía no esperar.

Un día, el MoMA organizó una gran retrospectiva sobre Olmeco que ocupó también el espacio de PS1. El público enloqueció, la crítica habló, la revista Vogue reseñó el trabajo de esta "mente peligrosa" e, incluso, una columnista del Espectador viajó desde Bogotá para visitar fascinada la muestra y escribir un artículo en el que nos hablaba extasiada de este indígena que conquistó al gran mundo blanco del arte.

En su texto, celebraba eufórica el hecho de "el museo en el que tiene lugar la concurrida exposición que he narrado no es uno dedicado a los chistes de primera escena – segunda escena – título de la obra, sino el Museo de Arte Moderno de Nueva York", un museo que finalmente había dado el giro decolonial para hacerse, gracias a esta exhibición, "transnacional y sensible a los problemas" del resto del mundo, presentando la dignificación de Olmeco, ese insignificante indígena zapatista que había conquistado el centro del mundo, transformándose en el "prometéico portador de un saber estético y social" que reposicionaba a América latina, cerrando las heridas de sus venas, abiertas por el cuchillo de la explotación primermundista.

A los lectores bogotanos de su reseña les parecía extraño que se comentara con tanta pasión un conjunto de obras muy similar a otro presentado tres años atrás en la Atenas Suramericana, les parecía extraño haber visto esas obras antes que el distinguido público de la Gran Manzana y les parecía extraño que un texto tan apasionado no se hubiera escrito sobre la expo que ya se había visto aquí; pero bueno, es que "Bogotá no es Nueva York, mariqui, y usted no estuvo allá de paseo para chicanear", tal cual me dijo uno de esos lectores.

lunes, 31 de agosto de 2009

Utopía


Tania Bruguera recibe una carta de invitación a un encuentro internacional de performance en Bogotá. Se siente tentada a realizar una acción en la cual estén juntos los “actores del conflicto colombiano” y la sustancia que, ha visto en CNN, lo impulsa. Se dice entonces que podría contratar a guerrilleros, paramilitares y víctimas para que dieran un discurso que ella misma podría libretear, en una mesa frente a un público que los escucha mientras huele coca. Sin embargo, Tania se queda pensando, apenas un minuto, y se da cuenta de que eso no tendría chiste, porque, habiendo entrado en relación con varios artistas colombianos y habiendo visto un montón a Angela Patricia Janiot en CNN, cae en cuenta de que eso es lo que ocurre todo el tiempo: que hay alguien que le paga a un grupo de paramilitares, víctimas y guerrilleros para enunciar un discurso libreteado que distrae la atención del público y genera un halo de falsa moralidad que empuja el consumo de coca. Tania se da cuenta de que en Colombia las víctimas, los guerrilleros y los paramilitares producen discursos para mojar pantalla en televisión, mientras los colombianos que no se sienten víctimas, guerrilleros ni paramilitares, cansados de tanto discurso manoseado, ven esa televisión y huelen perico en las fiestas a las que los invitan.

Entonces se dice: “coño, chico… lo que yo debería hacer entonces es, ya que soy una artista política que busca generar un espacio de utopía que disloque las metanarrativas de lo político (o bueno, quedemos en que dice apenas “coño, chico…”), y procede a darle la vuelta a su acción.

Como le siguen interesando los mismos elementos, se decide a conservarlos, pero cambiando la función de esos actores, por no decir decorados, que constituyen su obra. Entonces se va a Freud, compra media libra de perico, busca a un paramilitar, una víctima y un guerrillero y lleva en una maleta, digamos, cinco mil dólares. Dispone una mesa en un recinto de la universidad nacional, invita a un montón de personas, manda poner unas sillas para que estén cómodas, pone al para, el guerrillero y la víctima alrededor del mesa y les da, a cada uno, un tercio del perico que compró. Luego, va sacando plata y les va pagando (a precios de París) las líneas de coca que estas personas le van surtiendo y que ella huele con voracidad.

Tania Bruguera, una artista amante del riesgo y de la auto exposición cumple a cabalidad su tarea, oliendo perico frente al público hasta que se le acaba la plata o, mejor, hasta que muere, convulsionando de sobredosis ante un grupo atónito y morboso de personas que acudieron a verla performar. La víctima, el guerrillero y el paraco se reparten la plata que queda en el maletín y guardan la coca que les sobró. Salen tranquilamente de la universidad, pensando en que por fin el arte social les dio algo con qué poder hacer un mercado y con qué montar una microempresa.

La raíz del conflicto no radica en las posturas ideológicas de los actores, sino en el acceso que, como personas, estos tengan a unos medios que les garanticen su supervivencia, es decir, a la plata que artistas e instituciones derrochan en arte político.

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La Cooperativa Multiactiva Tania Bruguera es una inicitiva de emprendimiento colectivo formada por víctimas, paramilitares y guerrilleros de base, quienes se han unido para formar una microempresa de producción, distribución y venta al menudeo de estupefacientes de alta calidad y precios democráticos, que busca garantizar el digno sostenimiento de sus miembros y la ruptura de las cadenas de distribución que hacen del comercio de las drogas un mercado de capitales inflados y, en consecuencia, productores de violencia. La cooperativa propende por la creación de cadenas sociales que se distribuyen de manera equitativa las utilidades desprendidas de su negocio, reinvirtiendo los excedentes en programas de desarrollo social y reeducación política de comunidades vulneradas por la inhumana explotación de la que han sido víctimas a manos de estamentos diversos de poder.

¡Por la plata para mi mercado y el de los otros, Presente, Presente, Presente!

viernes, 28 de agosto de 2009

Más filas


Mientras hacíamos la interminable fila frente a los preparativos de la proyección en video, escuchando algo de música electrónica alemana, no faltó el chiste en torno a si era a Tania Bruguera o a Bono, de U2, a quien habíamos ido a ver. Estábamos en la fila de los indocumentados, casi todos colombianos. La de al lado, donde pastaban aquellos que sí tenían sus credenciales, estaba ocupada en su mayoría por gentes que hablaban otros idiomas. Al final, en todo caso, más de una hora después, dio igual. Unos y otros entramos sin mayores privilegios (a fin de cuentas, la verdadera realeza, con o sin credenciales, siempre puede entrar de primeras a donde les da la gana).

Entramos y, ya en el recinto de la facultad de artes, esperamos un poco más. Todo el mundo sabía que iba a haber perico, por eso todo el mundo fue. El papelito que repartieron a la entrada, explicando qué íbamos a ver y declarando que ni la Universidad ni el Instituto Hemisférico asumían la responsabilidad por el evento, ya nos preparaba para una experiencia “extrema”.

No faltan las ilusiones que uno se hace: de que vamos a ver, por fin, una lucha cuerpo a cuerpo entre guerrilleros y paras; de que las víctimas se van a tomar a piedra la revancha por las injusticias sufridas, de que vamos a oír los bombazos de las pipetas y, quién sabe, a lo mejor morimos en medio del certamen artístico, pero, al final, no pasó nada de eso. ¿Qué coño es una charla sobre el heroísmo de paracos y guerrilleros, hecha de viva voz, si no nos hablan sobre sus poderes sobrenaturales? Yo particularmente esperaba oír declaraciones sobre el poderío de la motosierra y de las quiebrapatas, sobre estrategias combinadas de toma, asalto y emboscada. Esperaba oír de una fuente autorizada cómo es que un puñado de tipos armados logran doblegar a todo un pueblo para desmembrarlos uno por uno a machetazos o con una cortadora de árboles black & decker.

Obviamente, nada de eso pasó. Todo fue la misma historia de siempre, lastimera y patética, como un infomercial de gente gorda que logra adelgazar. Cada uno se echó sus tandas de discurso en orden y sin sobresaltos. Cada uno enfundado en el papel que se sabe de memoria. Ni la víctima se arrojó a mechonear a la exparamilitar, ni el guerrillero salió corriendo asustado por una Tania Bruguera que lo amenazara con una granada. Ni siquiera asistieron los guardias rojos para echar un parcito de petardos. Nada. Que performance tan europeo. Parecía convocado por un instituto hemisférico de la frialdad polar.

El perico estaba bueno, según me dijeron, pero a palo seco ya no me entra a esta edad. Yo creo que faltaron unos traguitos, unos pasabocas y un poquito de música y luces. ¿Qué les costaba, ya metidos en gastos, traer a uno de esos dj’s daneses que hicieron remixes eurobailables de las canciones de las farc para montar la rumba como era?

En fin, aburrido, me uní al grupo de amigos que decidieron hacer tumulto en un pasillo para ver a Gómez Peña. Más de una hora de fila o, más bien, de hacinamiento, fueron mejores para entender con mayor claridad la naturaleza del conflicto colombiano que la desplegada por tanta bruguería.

Detrás nuestro había un grupo de viejas gallinas que, desde el comienzo, asumieron la defensa de la “fila”, pidiendo a la gente que no se colara, contando cuántas personas salían del recinto en el que estaba performiando el mexterminator para exigir que un número igual de bultos entraran. Hasta hubo un conato de pelea con gritos e insultos porque algún aprovechado se coló con la disculpa de que iba a tomar unas fotos con su cámara profesional de nosecuántos megapixeles. Las gallinas cacarearon, insultaron, se indignaron, chiflaron y hasta aplaudieron para hacer ruido buscando boicotear el desarrollo del performance del naftazteca y así, obligar a los que estaban adentro a salir para que ellas pudieran entrar.

Y al final, entramos. Digo al final porque, apenas lo hicimos, se acabó la presentación del artista postmexicano. En todo caso, lo acepto, mi único placer estuvo en que, creo, el gallinero inmamable no logró hacerlo.

De repente la construcción política de los héroes en nuestro país tiene más que ver con la paciencia al hacer una fila interminable, con la defensa a ultranza del puesto, con el insulto y la gritería a los colados (que igual se cuelan), y no con la estupidez y la mojigatería de un “conflicto” que debería resolverse en un reality show de guerra y mutilación. Así, al menos, podríamos, si nos place, oler nuestro propio perico en la paz de nuestros hogares sin que llegaran a joder los representantes de la institución académica que quién sabe para qué querían decomisar la coca que rotaba en los últimos estertores de la bruguería cuando, lo juro, esa misma institución es incapaz de erradicar a los jíbaros de Freud que, por décadas, han convivido en relativa paz y armonía con miles de estudiantes que saben dónde surtirse de mercancía de calidad y a precios muy competitivos, demostrando que narcotráfico y violencia no necesariamente van de la mano. Para eso no hacía falta organizar un festival de performance ni pasar no sé cuántas horas haciendo filas inmamables pero, ya qué.

sábado, 12 de mayo de 2007

Blanquita

El país se despertó el pasado 10 de mayo congratulándose por el nombramiento de Paula Moreno, afrodescendiente, de apenas 28 años, ingeniera y apasionada por la cultura italiana, como sucesora de Elvira Cuervo, hoy felizmente dedicada al hogar y la familia, en la dirección del señorerísimo Ministerio de Cultura. El nombramiento de Moreno sacudió a la opinión pública en torno a un debate superficial que iba del reconocimiento al racismo, dando un largísimo rodeo por los terrenos de la conveniencia y el oportunismo político. Sin embargo, una pregunta quedó por hacerse tras la nube de polvo levantada por la nueva vocación multiétnica del presidente: ¿qué es un negro? O, más bien, ¿qué significa ser negro en Colombia?

Es importante dejarnos de cuentos: a lo largo y ancho del territorio nacional no hay nada tan blanco como esos negros de Tumaco acostumbrados a enriquecerse a punta de acueductos nunca construidos, esos que llegan a sus haciendas en helicóptero y compran alcaldías y gobernaciones; los mismos que, a fuerza de malversación, han perpetuado la historia del “negro bruto.” O bueno, en vista de que tenemos a la pintoresca, dócil y servicial Blanquita del límpido JGB, podemos decir que sí hay. Por eso, deberíamos aceptar que ser negro constituye un conjunto de valores que se juegan en un terreno muy distinto al de la densidad de melanina en la piel de los afrocolombianos.

Hay una dignidad de lo negro que el país necesita. No la altanería idiota de Faustino Asprilla sino la fuerza de Benkos Biohó; menos las redondeces de Magaly Caicedo (mejor “cola” de 1998) que la melancolía de Candelario Obeso. Se trata de voces que debemos oír y que siguen calladas por nuestra propia sordera, hecha de comodísimos clichés de deportistas en desgracia, bailarinas sin ropa y cantantes de orquesta.

¿Hay tan pocos negros aquí? O tal vez están y no lo sabemos, porque son negros y no blancos con piel oscura. Por eso debemos preguntarnos ahora si es realmente negra la nueva ministra, o si, más bien, es la versión presidencial de una Vanessa Mendoza usada en el reality diplomático de Moreno de Caro.

¿Será crítica la nueva ministra, o puramente instrumental? ¿Hará preguntas enriquecedoras para la cultura nacional, o se quedará repitiendo las respuestas insípidas del teleprompter de los consejos comunitarios? ¿Fomentará a los requinteros de Puente Nacional y a los picoteros de Palenque, o nos traerá descoloridos discos de la Sinfónica con versiones estilizadas de Juanes y Cabas? ¿Será ésta una ministra de cultura o una administradora de recortes? ¿Se ocupará realmente de la producción cultural del país, o se dedicará a trapear el piso de nuestras relaciones con los ricos políticos negros de Estados Unidos ahora que nos ocupan negocios importantes?

Son preguntas que debe hacerse el país para no seguir confundiendo con democratización eso que se llama prejuicio, para no jugar más a la conveniencia de una retórica racial que podría esconder contenidos racistas. Decía Larry Holmes, excampeón mundial de los pesos pesados, que él había sido negro una vez… cuando era pobre. Pero en un país en el que Más blanco no se puede, no debemos seguir confundiendo el ser negro con el vivir negreados.

domingo, 11 de febrero de 2007

Amazin’ Grace


Manderlay es un pueblo en Alabama por el que pasa Grace Margareth Mulligan tras su salida de Dogville. Estamos en 1933, pero a los habitantes del pueblo parece importarles poco el que, desde 1863, se proclamara la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Sin ningún contacto con el mundo exterior, esta comunidad vive regida por un código negrero al que todas las personas parecen adaptarse sin mayores dificultades, salvo las originadas por los eventuales azotes recibidos.

Pero Grace, ahora Bryce Dallas Howard y no Nicole Kidman, se siente horrorizada por esta afrenta a la Libertad y decide, con la ayuda de los matones de su padre, los mismos que la sacaron de aprietos cuando estuvo cautiva en aquel simpático pueblo de Colorado, tomarse Manderlay y hacer de estos negros esclavos, ciudadanos del país más libre del mundo.

Empuñando la antorcha de la Libertad, Grace asume la educación de los antiguos esclavos, instándolos a convivir en igualdad y a asumir las innegables ventajas de la vida democrática; sin embargo, para la comunidad, esta nueva forma de contrato social parece no resultar muy atractiva. Grace, abrumada por la indiferencia de los negros y cegada por el deseo de la piel de Timothy, un presunto descendiente de príncipes Munsi, se ve perdida en una tormenta de arena, confusión y presunciones que terminan por hacernos dudar hoy, del valor de todas las buenas causas.

En un pequeño artículo que horrorizó a Eleanor Roosevelt y produjo una respuesta airada de Faulkner, Norman Mailer afirmaba que el blanco detesta la idea de que el negro alcance la igualdad en la escuela porque siente que el negro ya goza de la superioridad sensual. De tal manera que el blanco, inconscientemente, siente que se ha mantenido el equilibrio, que el viejo trato era justo. El negro tenía su supremacía sexual y el blanco tenía su supremacía blanca. Es quizás sobre este argumento que Lars von Trier teje los enredos de una película sobre la vileza y la estupidez humana, poniendo en evidencia la fragilidad del terreno sobre el que se construyen las ideas de igualdad y progreso.

Y es que Grace es capaz, al modo de San Nicolás, quien sumerge en un tintero a los niños blancos que se burlaban del morito Ben Amí en las páginas de Pedro Melenas, de pintarle las caras a toda la familia Mays, antiguos patronos de la plantación, para sentar ejemplo de respeto y tolerancia usando la no muy afortunada, pero siempre popular estrategia, de hacer de la raza un estigma: humillar a un blanco pintándolo de negro no es, quizás, el gesto más justo para hacer que éste entienda el lugar del otro.

Manderlay es un espacio sin lugar. Al igual que Dogville, no es más que un croquis trazado en el piso y rodeado de oscuridad. Un pueblo que podría ser cualquiera y que precisamente, por poder ser cualquiera, debería hacernos pensar si es su historia la de una aislada comunidad de Alabama presa del anacronismo de la esclavitud. Sin una locación verosímil, Manderlay no es más que teatro, y en tanto tal, rompe cualquier pretensión de especificidad para sumergir al espectador en un desajuste espaciotemporal en el cual decidir qué está dónde y cuándo se convierte en pura interpretación. Bastaría cambiar los nombres de los personajes y ampliar un poco el escenario para que todo nos resultara demoledoramente familiar. Si Grace se llamara George, si en vez de negros tuviéramos afganos, tal vez Trier no nos hablaría de una situación social superada sino de una condición omnipresente que hace de la Libertad esa nueva zona de sombra que se cierne sobre nuestras cabezas.

Trier nos dice de una y mil formas que Manderlay está aquí, y que quizás hacerlo realmente libre significa dejarlo vivir en paz su cautiverio. Al fin y al cabo, hay un tiempo para todo, y como nos dice la voz sin cuerpo de John Hurt hacia el final de la película, votar es incomparable, pero establecer la hora por votación suele resultar muy poco claro.

viernes, 1 de septiembre de 2006

Un ojo de lo Caro


“Algo de malo debe tener un medio artístico como el bogotano” sentencia Antonio Caro en una pequeña carta enviada al periódico Arteria y publicada en su recién aparecido número 7, pues, según el padre de la Apropiación en el arte colombiano, éste (el medio artístico bogotano) “permite indiferente la ofensa pública a sus artistas y la parodia burda de sus obras.”


Caro, en apenas dos párrafos, da comienzo a un juicio en el que toda la escena artística de una ciudad termina viéndose involucrada, pues hace extensiva la acusación de ruindad en virtud de que “las personas”, a secas, sin nombres propios, “alaban, aprueban, encomian, permiten, promocionan o valoran”, y aquí viene lo que me llama la atención de esta carta, “la actitud y los plagios del señor Carlos Castro.”


Debemos pensar en lo que significan estas palabras, no sólo por lo que dicen, sino también por la historia desde la que son enunciadas.


En los años 70, Antonio Caro saltó a la fama en Colombia, convirtiéndose en paradigma del artista social e incluso, según afirmaba Luís Camnitzer, en “el artista vivo más subversivo de América Latina”; apropiándose de la tipografía oficial de las botellas de coca-cola para, de un modo primario, escribir con ella “Colombia”, Caro acudía al robo deliberado de una imagen famosa que era retorcida en su sentido final como una suerte de venganza de lo local contra lo global, del pobre contra el rico y de la risa contra la aburrida limpieza corporativa. Y claro, no se trataba de un hecho aislado, pues el artista se apropió en otras ocasiones de cajetillas de marlboro, de la imagen de chicles Adams e incluso, de la firma del líder indígena Manuel Quintín Lame, plagiada una y otra vez sobre muros y papeles.


Es obvio que, para Caro, el plagio, el robo y la apropiación resultan fundamentales como sistema de trabajo y como transformadores de sentido, por lo que, insisto, sus palabras suenan extrañas y delatan, en el fondo, una traición a todo lo que sus obras nos han dicho por décadas.


Pero, ¿cuál es la ruindad que acusa Antonio Caro en el burdo plagiario Carlos Castro?


En la pasada artBo, junto a galeristas, museos y otras instituciones del mundo artístico, Castro extendió un plástico en el piso junto a dos precarias estructuras de madera, al modo de los vendedores callejeros de pulseras y collares de chaquiras para, allí, ofrecer al público de la feria versiones baratas de famosas, y para nada asequibles, piezas de reconocidos artistas colombianos: ranas de caucho ensartadas al modo de Maria Fernanda Cardoso, pequeños ídolos precolombinos de Mickey Mouse y Bart Simpson rentabilizados por Nadín Ospina, tambores esmaltados de Beatriz González o bordados de Humberto Junca y, por supuesto, calcomanías en las que la palabra “Colombina” aparecía escrita en la caligrafía blanca de coca-cola. Una por $3000 o, si se quería la de Lame, dejaba el par en $5000.


Si pensamos en que muchas de estas obras, las originales claro, empiezan la puja en el mercado alrededor de los $5’000.000 o $10’000.000, no podemos menos que aplaudir el plagio de Castro, quien no sólo puso al alcance de cualquiera que se agachara lo suficiente la historia reciente del arte colombiano, sino que también subvirtió el orden social de un modelo de producción por el cual la función del artista dejó de ser la transformación de sentido para ir tras las mieles del status y el lucro.


Caro, ahora defensor a ultranza de los derechos de autor y líder de un movimiento por el necesario reconocimiento de la propiedad moral y, por supuesto, patrimonial de la producción de los artistas, se ha excedido en sus declaraciones y ha dejado de ver, por torpeza o avaricia, quién podrá saberlo, lo que el gesto de Carlos Castro significa: democracia, humor e historia. Algo que hace dos décadas él mismo le enseñó a Colombia. Sin embargo, otros tiempos corren y para Antonio ya no “todo está muy Caro.”