domingo, 11 de febrero de 2007

Amazin’ Grace


Manderlay es un pueblo en Alabama por el que pasa Grace Margareth Mulligan tras su salida de Dogville. Estamos en 1933, pero a los habitantes del pueblo parece importarles poco el que, desde 1863, se proclamara la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Sin ningún contacto con el mundo exterior, esta comunidad vive regida por un código negrero al que todas las personas parecen adaptarse sin mayores dificultades, salvo las originadas por los eventuales azotes recibidos.

Pero Grace, ahora Bryce Dallas Howard y no Nicole Kidman, se siente horrorizada por esta afrenta a la Libertad y decide, con la ayuda de los matones de su padre, los mismos que la sacaron de aprietos cuando estuvo cautiva en aquel simpático pueblo de Colorado, tomarse Manderlay y hacer de estos negros esclavos, ciudadanos del país más libre del mundo.

Empuñando la antorcha de la Libertad, Grace asume la educación de los antiguos esclavos, instándolos a convivir en igualdad y a asumir las innegables ventajas de la vida democrática; sin embargo, para la comunidad, esta nueva forma de contrato social parece no resultar muy atractiva. Grace, abrumada por la indiferencia de los negros y cegada por el deseo de la piel de Timothy, un presunto descendiente de príncipes Munsi, se ve perdida en una tormenta de arena, confusión y presunciones que terminan por hacernos dudar hoy, del valor de todas las buenas causas.

En un pequeño artículo que horrorizó a Eleanor Roosevelt y produjo una respuesta airada de Faulkner, Norman Mailer afirmaba que el blanco detesta la idea de que el negro alcance la igualdad en la escuela porque siente que el negro ya goza de la superioridad sensual. De tal manera que el blanco, inconscientemente, siente que se ha mantenido el equilibrio, que el viejo trato era justo. El negro tenía su supremacía sexual y el blanco tenía su supremacía blanca. Es quizás sobre este argumento que Lars von Trier teje los enredos de una película sobre la vileza y la estupidez humana, poniendo en evidencia la fragilidad del terreno sobre el que se construyen las ideas de igualdad y progreso.

Y es que Grace es capaz, al modo de San Nicolás, quien sumerge en un tintero a los niños blancos que se burlaban del morito Ben Amí en las páginas de Pedro Melenas, de pintarle las caras a toda la familia Mays, antiguos patronos de la plantación, para sentar ejemplo de respeto y tolerancia usando la no muy afortunada, pero siempre popular estrategia, de hacer de la raza un estigma: humillar a un blanco pintándolo de negro no es, quizás, el gesto más justo para hacer que éste entienda el lugar del otro.

Manderlay es un espacio sin lugar. Al igual que Dogville, no es más que un croquis trazado en el piso y rodeado de oscuridad. Un pueblo que podría ser cualquiera y que precisamente, por poder ser cualquiera, debería hacernos pensar si es su historia la de una aislada comunidad de Alabama presa del anacronismo de la esclavitud. Sin una locación verosímil, Manderlay no es más que teatro, y en tanto tal, rompe cualquier pretensión de especificidad para sumergir al espectador en un desajuste espaciotemporal en el cual decidir qué está dónde y cuándo se convierte en pura interpretación. Bastaría cambiar los nombres de los personajes y ampliar un poco el escenario para que todo nos resultara demoledoramente familiar. Si Grace se llamara George, si en vez de negros tuviéramos afganos, tal vez Trier no nos hablaría de una situación social superada sino de una condición omnipresente que hace de la Libertad esa nueva zona de sombra que se cierne sobre nuestras cabezas.

Trier nos dice de una y mil formas que Manderlay está aquí, y que quizás hacerlo realmente libre significa dejarlo vivir en paz su cautiverio. Al fin y al cabo, hay un tiempo para todo, y como nos dice la voz sin cuerpo de John Hurt hacia el final de la película, votar es incomparable, pero establecer la hora por votación suele resultar muy poco claro.

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